viernes, 19 de diciembre de 2014

Nueva etapa

Con esta entrada quisiera hacer explícito algo evidente, mi acercamiento como filósofo a otras áreas del mundo de la reflexión menos literarias, las cuales han promovido mi paulatino abandono de las publicaciones en Fundamentes.

Durante años he disfrutado creando y compartiendo estos breves ensayos, así como discutiendo con vosotros vuestras opiniones y argumentos; pero ya, por falta de tiempo (y nunca de ganas), me veo obligado a parar indefinidamente la actividad de este blog.

Pero, igual que ocurre con el pensamiento, una idea que acaba da lugar a otra nueva. Si ya os presenté Piensathelos, el portal desde el que coordino desde hace tres años los Diálogos Filosóficos que organizo mensualmente en Granada, ahora os invito a visitar, con más ilusión si cabe, la página web que acabo de inaugurar.


Se trata de una Consulta online y presencial creada y dirigida por mi mismo. Espero que disfrutéis indagando entre sus propuestas y explicaciones y, por qué no, quizá encontréis algo que queráis probar. Nos vemos en Piensathelos (Blog y Facebook), en la web o las redes sociales de la consulta (Facebook, Twitter, LinkedIn, Pinterest, Google Plus...) o, por qué no, en un proceso de Asesoramiento Filosófico y/o Coaching Personal, si tenéis interés en descubrir sus aportaciones y beneficios.

Que así sea. Ha sido un auténtico placer, gracias de corazón. ¡Hasta siempre!

lunes, 6 de enero de 2014

Sócrates en el aula

El artículo que aparece a continuación ha sido publicado en el Nº3 de DA CAPO! Revista de Filosofía y Pensamiento.

Es común escuchar aquello de que “en la escuela nos enseñan contenidos, pero no nos enseñan a pensar”, una sentencia que nunca deja de llamarme la atención. Según parece, la experiencia común dicta que todo cuanto se estudia en el colegio refiere a conocimientos enfocados hacia alguna competencia concreta, o a la superación de cualquier prueba autorreferencial de fin de ciclo, que exigirá aquello que impuso en cursos anteriores, sin que nadie sepa muy bien por qué ni para qué. Desde luego precisamos conocimientos técnicos, aplicados, pero frente al declive actual que sufre la enseñanza, obligada a despreciar saberes humanistas en pro de la especialización y empleabilidad futura de los alumnos (tal vez ignorando las competencias derivadas del estudio de las humanidades), cabe preguntarse por qué aquellos ideales ilustrados, cuya fórmula educación=formación de individuos autónomos y críticos, tan presente en la prosa de las sucesivas leyes de educación actuales, se encuentra ausente en la praxis cotidiana de nuestra enseñanza.

Centrándonos en la cuestión inicial, cabe preguntarse cómo es posible enseñar a pensar por sí mismos a alumnos que se encuentran inmersos en un sistema que premia la memorización y la repetición, pero no la innovación o la crítica. Sin duda, la receta más sencilla sería que los contenidos explicados no fueran presentados como absolutos, permitiendo así, no el rechazo por parte del alumno, pero sí la invitación a cuestionarlos, y como tal, a reflexionar sobre ellos. Sin embargo, en el modelo de clases por las que la mayoría hemos pasado, esto parece un tanto idílico. Muchos docentes aseguran que los logros de sus esfuerzos se limitan a que sus alumnos entiendan algunos datos, por lo que esa otra formación no académica, más humana, escapa a las posibilidades y medios con los que cuentan. La situación actual parece insinuarnos que, aunque en la mayoría de los casos los esfuerzos del cuerpo docente son sobrehumanos, dadas sus condiciones, no es loable exigirles nada más. Pues bien, para todos aquellos profesores y maestros interesados en ofrecer a sus alumnos una dinámica de aprendizaje diferente, un proyecto factible de desarrollo de las capacidades críticas y reflexivas de sus alumnos, aquí ofrezco unos primeros indicios como aporte a su titánica tarea. Les invito a que, durante el tiempo que dure la actividad, se conviertan en un auténtico Sócrates, sea en el aula de filosofía o en cualquier otra. 
A principios de los años veinte del siglo pasado, Leonard Nelson, un filósofo neokantiano preocupado por la cuestión de la enseñanza filosófica, diseñó una dinámica de Diálogo Filosófico a partir del proceso mayéutico ideado por Sócrates y posteriormente plasmado pésimamente en los diálogos platónicos. Se trataba de un modelo de trabajo grupal, cooperativo, válido para toda clase de grupos, desde los primeros años hasta la vejez y fuera cual fuera su formación académica o cultural. Un auténtico Método Socrático, entendiendo que no hay elemento más socrático que el esfuerzo de vislumbrar la verdad a través de un diálogo regresivo, que retrocede tras sus pasos hasta dar con el eje sobre el que gira cada opinión y creencia. Veamos más sobre él. 
Utilizando como núcleo central una simple pregunta, escrita quizás en la pizarra, se inicia un diálogo cuyo único fin será el de darle una respuesta. Planteada la cuestión, el papel del profesor se limitará a mantener vivo el diálogo, animando y dinamizando el flujo cuestionador, pero sin guiar ni aportar nada a él. Por turnos, los alumnos realizarán sus intervenciones de manera natural, ya sea respondiendo o añadiendo alguna pregunta, recibiendo del profesor únicamente nuevas preguntas, que tan solo referirán al contenido de lo ya dicho, no añadiendo así ningún dato positivo al diálogo, motivando el cuestionamiento de lo expresado. Esta es la ayuda que ofrece el docente, el no atendimiento a la llamada de socorro de sus alumnos, que esperan algún tipo de orientación. Sócrates nunca dejó que la compasión entorpeciera su tarea de lograr que su interlocutor obtuviera un pensamiento más fluido y libre de obstáculos, por lo que el profesor, inmerso en su perfil socrático, tampoco deberá caer en la tentación de perjudicar a sus alumnos “ayudándoles”, ya que no hay para ellos mejor ayuda que la de aquel que respeta sus potencialidades intelectuales y actúa en fomento de las mismas.

Cada pregunta del profesor, al referir a lo dicho por los alumnos, les obligará a dar un paso atrás en su planteamiento, por lo que el nuevo conocimiento que obtendrán será resultado de plantearse cada afirmación y retroceder hasta la base que la posibilitó. Así, respondiendo y aclarando toda pregunta y respuesta, los alumnos no van más allá de la cuestión, sino más acá, destapando los mecanismos de funcionamiento de su propia opinión, sus creencias, al extraerlas de sus aportaciones. Entran en contacto con un sentimiento de ignorancia, con la estructura falible de toda opinión, llegando a la raíz de su pensamiento, y todo ello en grupo. Así, conforme avanza el proceso, el nivel conceptual irá elevándose gracias al pulso intersubjetivo y comunitario. No nos engañemos, es normal que en el transcurso muchos alumnos desconecten y les cueste reengancharse. No es problema, la llamada perplejidad del círculo socrático es también un logro del proceso. El concepto central es el de diálogo, operar a través de la razón, y no el de debate, por lo que pedir ayuda o solicitar una recapitulación de lo dicho siempre será una opción válida y productiva. 
Las expectativas son altas, pero los beneficios son aún mayores. Buscar un diálogo filosófico de este tipo implica promover la serenidad del pensamiento, algo difícil en el aula, pero posible. Por poco avance que podamos apreciar, cada intento influirá en el desarrollo de la disciplina intelectual del alumno, de su rigor filosófico. Se exigirá que toda intervención esté vehiculada a través de un pensamiento propio, expresado en lenguaje común, compartible por todos, para que las reflexiones de unos redunden en beneficio de otros. Así, desprovistos del anhelo de grandes conclusiones y entregados al ejercicio de sucesivos cuestionamientos, veremos cómo en los alumnos afloran las aptitudes necesarias para cuestionar lo arbitrario, preguntarse por las raíces de sus opiniones y, por tanto, moldear de forma positiva el adoctrinamiento del que llevan años siendo víctimas. 
Los beneficios que los participantes en este tipo de diálogos obtienen es lo que los especialistas denominan virtudes socráticas. De entre ellas, cabe destacar el desarrollo de la perseverancia, frente a lo complicado de la cuestión; de la paciencia, por los constantes retrocesos; de la escucha, referida a las aportaciones y planteamientos de los otros miembros del diálogo; de la confianza, enfocada a las capacidades intelectuales personales y el valor de la propia duda; de la humildad, necesaria para acercarse a los límites de la opinión; de la empatía, al reconocer los errores propios en el otro y percatarse de la importancia de éste en el proceso, etc. Toda una experiencia filosófica que hará aflorar en el alumno los primeros brotes de un pensamiento autónomo, crítico y consciente del papel que los prejuicios ocupan en su pensamiento cotidiano, ya que ha sido testigo de su influencia en el devenir del diálogo. Aprende así a distinguir entre su opinión personal y sus propias capacidades cognoscitivas y de raciocinio. Reflexiona desde su experiencia, pero permitiéndose ir más allá de sus límites, hasta el encuentro con la experiencia del otro y el pensamiento grupal.

Desde su creación, son muchos los países que han adoptado esta clase de formatos filosóficos en sus modelos de enseñanza, y también muchos los filósofos que han decidido dedicar esfuerzos a investigar, mejorar y difundir este tipo de dinámicas de desarrollo filosófico, con la intención de que la filosofía recupere de alguna manera ese papel social y transformador que antaño poseyó, pero que desgraciadamente muchos se han empeñado en ocultar y hacernos olvidar. Sócrates dedicó su vida a promover el pensamiento entre sus vecinos, porque creía en los beneficios que la reflexión filosófica reportaría a todo individuo. Siglos después, puede que debamos preguntarnos por la vigencia de su pensamiento, el valor de su proyecto y la deuda contraída por la confianza depositada sobre cada uno de nosotros. Quizá aún podamos convertirnos en esos individuos críticos y racionales que él creyó que podíamos llegar a ser. Quizá, como gesto simbólico e iniciático, aún podamos entregar ese regalo a la infancia,  a esos  niños, futuros adultos, que están por venir. 
Para seguir investigando: 
Linares Huertas, Omar (2013). Enseñar a filosofar: La aplicación del Diálogo Filosófico como pedagogía del pensamiento crítico. 50ª Congreso de Filosofía Joven, Granada, 5-8 junio, (paper).  
Nelson, Leonard (2011). El arte de filosofar. Revista Electrónica de la Asociación Andaluza de Filosofía, 9.  
Nelson, Leonard (2011). El método socrático. Diálogo Filosófico, 80, 271-294.

domingo, 31 de marzo de 2013

La duda como método, actitud y arte

El artículo que aparece a continuación ha sido publicado en el Nº1 de DA CAPO! Revista de Filosofía y Pensamiento.

Quisiera ofrecer aquí un mínimo acercamiento al concepto de filosofar, esbozando una imagen del mismo como método radical de pensamiento, que exige de una actitud valiente y lúcida que lo adopte, así como de una disciplina y cuidado que lo desarrolle como el arte existencial que es y nunca debió dejar de ser. Sirva esto como invitación al filosofar para todo aquel que, desde sus propias inquietudes y planteamientos, se sienta necesitado de ello. 
 Por filosofía suele entenderse un corpus de conocimientos, un conjunto de doctrinas, de corrientes de pensamiento en pugna, que es enmarcado y transmitido en formato cronológico, o desde problemas y sistemas concretos. Un panorama acertado, pero incompleto. La filosofía ha pervivido históricamente gracias al mantenimiento realizado por una necesaria academia filosófica, gremio que desgraciadamente parece haberse estancado hoy en unos planteamientos que, por inertes, la cierran al contacto con el sujeto corriente. No late aquí una ingenua crítica académica, sino más bien un pretendido distanciamiento de ciertas actitudes que, presentes en algunos resquicios de esta esfera institucional, parecen perjudicar la evolución general de la disciplina. La filosofía posee su propio campo de estudio, sus propias preguntas y necesita que sus propios pupilos se entreguen a ella como campo del saber que es, no cabe duda, pero ello no debería empujarla a un flagrante aislamiento de la realidad de la que nace, más aún si éste se da en nombre de una supuesta preocupación por ella. La especulación no es reprochable, sino necesaria, por ello lo que propongo no es una cancelación de parte de la actividad filosófica contemporánea, sino todo lo contrario, una ampliación de su campo de acción. Esto es, la expansión del espacio filosófico. 
 Esta disciplina, forzada a ser historia de sí misma, constituye un edificio ya construido que parece necesitado de una infinidad de reformas. Más allá de su progresiva decadencia, la confusión que la consagró fue la distinción entre filosofía y filosofar, escisión que nunca debió permitirse, ya que la defensa de un campo propio de conocimiento e investigación no exige la negación de su actividad más originaria, y menos aún la exclusión de aquellos que, no dedicándose a ella profesionalmente, parece habérseles negado el ejercicio de la misma, por no ser aptos, o peor aún, dignos de tal honor. En términos lógicos, parece que la historia de la filosofía, siendo necesaria, no es suficiente. Y aquí pregunto, ¿qué es la filosofía, sino el ejercicio más puro de aquello que llamamos filosofar? 
 Casi tres mil años de historia avalan el uso de una diversidad de métodos y abordajes filosóficos que trataron de adaptarse a las cuestiones que ellos mismos concibieron como cuestionables. Pero desde su origen, y al margen de su plasmación, el término methodos designó algo mucho más complejo que un conjunto de reglas. Refería a un camino por transitar, donde lo no transitado formaba ya parte de su sendero, aunque fuera solo por tender a él. Por ello nos preguntamos por el método más radical de la filosofía, aquel que desde esta mirada, podría ser tomado como el específicamente filosófico, y como tal, intrínsecamente humano. Bien, ese método es a mi parecer el de la duda. 
 La pregunta, sin ninguna pretensión añadida, es la que fundó la filosofía como ejercicio de un filosofar que, como cuestionamiento originario y radical, nace del más sencillo estado de duda. Toda pregunta es ya una formulación concreta de la misma, que partiendo de ese estado dubitativo inicial, enfoca ciertos elementos de la realidad y los vapulea en busca de respuestas. Por su naturaleza, la duda consiste en un momento anterior, un asombro, casi catatónico, que erige la pregunta como primer paso de su andadura, siendo el motor de la misma. La duda constituye un estado anímico, y no solo teórico, capaz de atenazar a todo individuo, y en el que sabemos es beneficioso colocarse. De por sí, la duda no pretende constatar ni responder nada, ya que de hacerlo perdería parte de su potencia. Más bien, se coloca ante su objeto y lo alberga, sosteniéndolo, quedando presa de la fascinación por él, dejándolo ser. 
 La duda es aquello que despierta la consciencia del desconocimiento, de lo no presente, que señala su ausencia y se regocija en ella, aunque anhele suplirla. Toda visión, toda formulación o interpretación serían ya ajenas a la duda, pues ésta no es más que la latencia de aquello que, por ausente, exige ser reclamado, buscado. La duda no es la imposibilidad de responder, sino la conciencia de la parcialidad e incompletud de toda respuesta. Su transformación en pregunta supone su implantación en la realidad, en el curso y forma de los hechos, la adaptación a ellos desde una perspectiva nueva con el fin de lograr una mayor comprensión de los mismos, un acto que no sería posible sin el anterior conocimiento de dicha carencia. Es este carácter de la duda como germen de todo filosofar el que evita que la filosofía se reduzca a su aparataje teórico, ya que requiere del sujeto que la aloja la adopción de una actitud determinada. Y es que la duda asalta, pero no obliga. Es el sujeto que la vivencia quien tiene que decidir qué hacer con ella. Aunque ocultarla pueda ser aparentemente cómodo, la ignorancia, cuando es buscada, se torna dañina, mientras que aceptarla, tomarla como herramienta y no como objeto a evadir, posibilita la aparición de una primera imagen de aquello que será un rastro a seguir, que se creará conforme se avance en él. La ignorancia implica potencia del pensar solo cuando se reconoce como inicio, y no como fin. 
 Disposición que ante todo supone una apertura a la realidad que no se contenta con lo percibido o juzgado, sino que busca más allá, sin salir del más acá. Tomada así, la duda impulsa al sujeto que la alberga, en vez de paralizarlo. Le ofrece la posibilidad de una senda auténtica en la que quizá no encuentre grandes respuestas, pero sí inquietantes preguntas. La duda abre la consciencia de la brecha entre el pensamiento y la realidad de la que se nutre, invita al posicionamiento en ese mismo espacio, a la permanencia en él, renegando de toda respuesta impulsiva. Como actitud, implica no solo un rechazo de todo sentido interpretado, sino de la búsqueda de sentido como tal, pues todo sentido es construido desde el sujeto, y por tanto, hereda los sesgos del constructor. Es por ello que no solo no debieran aceptarse tales imposiciones, sino que es tarea del filosofar el empuñar la complicada tarea de desmontarlos. Es el quicio entre lo hiriente de la duda y la pulsión de respuesta el lugar de la verdadera pregunta filosófica. 
 Un detenerse sin esperar, activo, en el que cada elemento vislumbrado es tomado como acicate del pensamiento, donde los conceptos no son más que útiles de los que servirse para comprender la realidad, un contacto con ella que busca la comprensión y no la explicación inmediata. Una actitud que no reduce las vivencias a los términos que utiliza para comprenderlas, que no las violenta con sentencias de discurso, y que a su vez aspira a algo más que la simple contemplación, tratando de sublimar dichas experiencias mediante la expresión lingüística de las mismas, consciente de la incompetencia de toda expresión, así como de su inevitable necesidad. La actitud filosófica así entendida es aquella que esgrime la pregunta como un bisturí dispuesto a diseccionar cuanto encuentre a su paso, la semilla necesaria para el cultivo del arte del filosofar. Concebir el filosofar como arte exige que no lo limitemos a un ejercicio coartado por metodologías, por reglas de operación, sin que esto nos lleve a la defensa de un pensamiento pretendidamente caótico. Todo arte plantea exigencias en su ejercicio, y la filosofía no es una excepción. En ella también laten grados de maestría, algo que más que asustar, debe ser tomado como un reto. Quizá no se pretenda convertir la reflexión filosófica en el centro de la propia existencia, pero como antiguo arte de vida, su ejercicio nunca nos perjudicará, lo que se presenta como la mejor de las invitaciones. 
 El campo de perfeccionamiento de la duda, de la pregunta y la actitud crítica que la sostiene es el de la cotidianidad, el plano en el que nos desenvolvemos diariamente. No son esencias, sino vivencias, lo que da al pensamiento su materia de trabajo, experiencias que el sujeto vivencia, y que como tal, optan a ser reflexionadas. Es el aquí y el ahora, el contacto con uno mismo y con la realidad circundante, el plano en el que la reflexión puede desplegar todo su potencial. 
 Se trata de un acto específicamente filosófico, y que por tanto, filósofo o no, le pertenece por derecho propio.

sábado, 26 de mayo de 2012

Contexto

El artículo que aparece a continuación ha sido publicado en Microfilosofía - Revista de Filosofía en Internet. Pinchando aquí podréis acceder a la publicación.


Contexto, imagen creada por María Valle

Cada mirada, gesto y palabra, cada pensamiento y acto humano se dan, por necesidad, enmarcados en una situación determinada. Es condición ineludible para cualquier individuo el estar inmerso en un contexto, en sucesivos escenarios por los que transcurre su acción. Será por ello fructífero tomar conciencia de una condición tan presente en la existencia, para poder mejorar nuestra percepción y capacidad de sumergirnos a través de ella. Por ello quisiera ofrecer una toma de contacto con la noción de contexto como tal, en su formato o sentido más sencillo, prescindiendo aquí de otras posibles indagaciones. Contexto como situación concreta, el entorno inmediato de la experiencia subjetiva. 
Contexto será toda situación habitable por un sujeto, ya se trate de eventos comunes o extraordinarios. Cualquier vivencia que un individuo pueda protagonizar o presenciar será caracterizable como tal. Nadie puede lanzar una mirada a una situación concreta prescindiendo de un contexto que le sirva de base. Uno se asoma a un contexto, desde otro, e incluido en otros muchos. 
La múltiple aplicabilidad del término nos hace vislumbrar que se trata de algo divisible en planos, de diversa escala y trascendencia. Contexto personal, laboral, familiar… Hasta otros cuya magnitud nos rebasa, como el social, vital, epocal, existencial… Cuyas diferencias entre sí no les impiden encontrarse sumamente interconectados. No obstante, se trata de dimensiones que no trataré aquí. 
En un contexto, en sí, pueden distinguirse diferentes dimensiones, niveles, aunque se presenten al sujeto de manera simultánea. Una dimensión física, el lugar de los objetos materiales y estímulos sensoriales del entorno, cuya importancia radica en su disposición, en la habitabilidad que pueda llegar a ofrecer al sujeto. A ésta le siguen otras más vivenciales, de naturaleza más interactiva, y no meramente perceptiva, por lo que su complejidad será notablemente mayor. Cabe destacar la profunda permeabilidad que comparten individuo y contexto, aquello que posibilita una intensa comunicabilidad entre ambos. El contenido de cada uno cala en el otro, quedando absorbido, consolidado como unidad. 
La realidad se nos presenta en cada contexto dado. El contacto con ésta se da en un contexto concreto, quedando bañada por él. Nuestra percepción del tiempo y el espacio se relativizan en relación a él, según su ritmo. El entorno no es el simple objeto de la percepción, sino su administrador. Igual que una imagen puede ser tomada como un texto visual, o una película como un texto fílmico, puede decirse que cualquier situación nos permite tomarla como poseedora de un texto experiencial. Todo con-texto albergará un texto que podrá ser leído, un código que, según se interprete, dotará a la situación de un sentido u otro, sentido que por otra parte, exige ser satisfecho por la acción. 
Exceptuando las situaciones de soledad absoluta, como los retiros, el contexto es elaborado colectivamente por los individuos que lo pueblan. Cada uno de ellos lo interpreta, por su parte, tomando a los demás como partes de éste. La percepción individual no agota el papel configurador de éstos, ya que no solo su presencia, sino también su actitud, pensamiento y conducta imprimen su condición o estatus en el entorno. 
En cada uno de ellos, la disposición de cada participante configura el éter, la atmósfera del encuentro. Cada situación específica diverge de las demás, por singular, lo que hace que sus oscilaciones sean únicas. Nada presente, ningún elemento, será ajeno a su constitución. Desde la más excéntrica aportación hasta el más nimio detalle podrán ser objeto de nuestra atención. 
Cada actitud, pensamiento y acto fluctúan, en la medida en que actúan como un fluido que, vertido sobre aquella mezcla, tiñe y altera el evento, involucrándose en una danza que es casi observable espacialmente. Así como uno siente cuando una situación tensa parece reclamar algún detalle humorístico, podrá percibir en cualquier otro evento qué es lo que éste precisa para su mejora o equilibrado. 
Pero la actitud no configura en bloque, sino que cada pensamiento, palabra y gesto modelan el ambiente de manera independiente, provocando acciones, reacciones, giros, cierres… Hasta el elemento del entorno aparentemente más insulso posee una capacidad causal inestimable. Cuestiones como la luz, temperatura, brillo, textura u olor poseen roles que contribuyen a la creación de una atmósfera que va más allá de su estructuración física.
Un contexto gozará siempre de una inercia propia que, atravesando al individuo, podrá provocar en él una pluralidad de reacciones. 
Pueden pensarse casos de inmersión contextual tan profundos que, sólo al salir de ellos, sólo al apartar la atención y consciencia de su transcurso, seamos capaces de advertirlos. Un contexto puede absorber de tal manera que parezca que cada acción brote en él de manera casi automática, logrando la satisfacción inmediata de sus demandas. Son situaciones en las que parece que actuamos instintivamente, casi sin la mediación de pensamientos propios, como si los actos fueran sustraídos, más que ejecutados. Como inconveniente puede apreciarse que ésta especie de automatismo de la conducta puede llevar al sujeto a cometer actos que no recibirían su aprobación si se viera liberado de la inercia que lo moviliza. 
También pueden imaginarse otros en los que se vaya más allá del contexto, en los que en vez de darse esta inconsciencia, acaezca la inmersión en un flujo propio que aparte, no del entorno ajeno al contexto, sino del contexto mismo, donde el sujeto queda ensimismado en una corriente de pensamiento de la que sólo toma consciencia cuando ralentiza su curso. Momentos que nos dejan cierta sensación de desconexión, sólo cuando su flujo ha cesado. Casos de negación de todo contexto, paradójicamente enmarcados en uno propio. 
La posibilidad de ejercer una resistencia a dejarse llevar por una situación siempre está presente, de ofrecer una actitud disonante, convertirse en un infiltrado, en un miembro ilegítimo a rechazar. Algunos contextos especialmente cruentos pueden vapulear a los sujetos que los habitan hasta el punto de que sus nociones básicas, su conocimiento de sí y del mundo se vean derruidos, surgiendo un sujeto casi nuevo, nacido no ya de su vida, sino de una situación especialmente afectante y agresiva. Casos de grandes desgracias, catástrofes o situaciones traumáticas.
Las variables de cada situación son infinitas, por lo que también lo será el influjo que causen en el individuo. Tras estos ejemplos, el lector podrá elucubrar otros no citados tomando como único referente su propia experiencia. 
La influencia que el contexto ejerce sobre cada individuo no pasa por ser tan excesivamente concreta. Gran parte del peso recae en su trasfondo, en su intertexto, en las conexiones que mantiene con situaciones previas, que plasman su impronta en cada acto que en él se desarrolle. Cuestiones como la calidad de las relaciones o los eventos previos que la han propiciado modularán en gran parte la atmósfera de la vivencia. 
Esas necesidades latentes, aprehensibles en toda situación, esas posibilidades de equilibrado, respecto de las que el sujeto puede hacerse sensible es lo que podemos caracterizar como demandas específicas del contexto. En su conjunto, pueden leerse en él indicios para cambiar su rumbo, para mejorarlo. Más que mensajes, en un contexto oscilan peticiones, solicitudes, que interpelan al individuo que lo presencia. Sólo así se torna posible el juego entre demanda, por parte del contexto, y escucha, por parte del individuo. 
La constancia del juicio reflexivo revela su valor cuando, vistos algunos tipos de inmersión contextual, nos percatamos de que una importante parte de nuestros actos son fruto de exigencias que la situación provoca, de las que no tenemos garante de su corrección. Son de sobra conocidas las atrocidades que el hombre, inmerso en la vorágine de la masa, es capaz de cometer. 
Quizá no se trate sin más de una interpretación como tal, al estilo de un análisis hermenéutico, ya que podría resultar que, más que simple cálculo, se tratara de una suerte de apertura atenta, una mirada radical, partícipe de la intuición y necesitada de la quietud que le da validez, capaz de captar la necesidad de la situación hacia la que es lanzada. Un estar acorde, más que un captar analítico. 
Es esa pluralidad de matices la que hace que se  presente complicada esa mirada abierta y comprensiva en estos planos. Se puede entender y aceptar que una situación cotidiana provoque en alguien lúcido el imperativo de realizar ciertos actos, de mantener cierto tipo de comportamiento. Recapacitar acerca del curso de acción individual parece relativamente sencillo si lo comparamos con el curso de acción colectivo. A saber, captar la necesidad de consolar a alguien que llora es más fácil que captar las necesidades políticas de un colectivo, por ejemplo. La tarea se torna inabarcable cuando llevamos la noción de contexto a una escala mayor, porque ¿cómo captar las necesidades o peticiones que nos exige, por ejemplo, el contexto social en que vivimos? 
A pesar de no ser el objetivo de éste ensayo, por carecer de la ontología necesaria para asumir tal abrumador número de variables, no debemos obviar que en última instancia, el trasfondo del contexto remite a planos mayores, y que esos niveles en los que se haya adscrito también realizan demandas, siendo su nivel de complejidad infinitamente mayor. Una cuestión que desborda, pero hacia la que hay que apuntar, pues a pesar de su aparente lejanía, hasta el suceso más recóndito puede repercutir, y de hecho repercute, en nuestras vivencias particulares. 
Quisiera concluir resaltando sin más lo conveniente de ejercer, frente al entorno, un tipo de quietud sensible, una apertura atenta capaz de captar las necesidades de éste, con el fin de lograr una mejora de la situación que se presencia y protagoniza. Tomar esa atención lúcida, y ponerla a la escucha de los mecanismos que rigen cuanto nos rodea y afecta. Una disposición que, aunque necesitada de lo racional, no encontrará en el cálculo, sino en la sintonización, en la consonancia con el entorno, su mejor aliada. 
Trascender lo particular, caminando hacia una profunda visión de conjunto, aprehender la textura de lo circundante, el panorama en derredor, permitiendo esa eclosión de sentido, particular por individual pero no por ello menos válida, que como una lámina que se aplica a una lente, nos muestra recovecos del paisaje que pudieran haberse ocultado a nuestra mirada. Integrarse en la situación vivida, interpretándola desde sus propios parámetros, porque es nuestra mera presencia la que nos vincula primariamente con ella. 
Que escucha, y no sólo presencia, se conviertan en caracteres propios de la actitud en su estar cotidiano.

El artículo es propiedad de Omar Linares Huertasinscrito en el Registro de Propiedad Intelectual Safe Creative.

sábado, 7 de enero de 2012

Identidad

Imagen tomada de Guerriniart
Quisiera ofrecer un acercamiento iniciático a la noción de identidad, señalando algunos ámbitos o elementos con los que toma contacto, a través de los cuales adquiere forma y sentido.

El acto de preguntarse por uno mismo es intrínseco al hombre. El intento de escudriñarse, de mostrar aquello que pretendemos llamar yo, es el fallido acto de propiocepción que todo individuo protagoniza cuando, mirando quizá a un espejo, implora ¿quién soy?

El buscar un quien, en vez de un qué, revela que el interés de la pregunta no es suscitado tanto por qué clase de objeto sea, como por qué es uno en tanto que individuo. Se cuestiona aquello que hace individuo, que individúa y explicita cierta singularidad, respecto de todos los demás. Constantemente nos otorgamos y hacemos uso de una identidad individual de la que difícilmente podemos dar cuenta.

Con identidad podría entenderse imagen, aquella que cada cual tiene de sí mismo. Una silueta o esbozo que contiene lo que, por único, distingue al sujeto. Pero ese esbozo no es algo que surja de manera fortuita, o que esté dado en algún sentido. Buscar la propia esencia o alma, en sentido literal, es una tarea de fracaso anunciado.

El profundo calado que para el hombre tiene cuanto le acontece denota que, en gran medida, la identidad es autobiográfica. Desde el nacimiento, transcurre una sucesión de eventos que conforman al individuo como tal, un constante alterarse, adaptarse y aprender del entorno en el que éste se desarrolla. Gran parte de la identidad viene dada por los efectos que las vivencias particulares y la experiencia de éstas ejercen sobre ella, sean conscientes o no.

No obstante, el contenido de la identidad no apunta únicamente al pasado. La identidad participa de un carácter constitutivamente humano, a saber, es proyectiva, se esboza a sí misma en el futuro, para adaptar el curso de acción al presente. No está configurada sólo por cuanto le aconteció y la compuso como lo que es, sino que, la mera posibilidad del mañana, hace que oriente su presencia hacia eventos venideros. Ese visualizarse en el futuro, afecta al presente, que toma la forma de proyecto, para avocarse a algo diferente de lo que ya es. La identidad no se configura solo en relación al qué fue, sino también, y en gran medida, al qué será. No obstante, no quisiera desviarme  de la cuestión ahondando en la condición proyectiva del hombre.

En los otros, en el trato con ellos, suceden productos de identidad que no se darían de manera aislada.

En la praxis social, el individuo entra en contacto con otras subjetividades, ante las que se posiciona y con las que se relaciona. El hombre no puede evitar concebirse como perteneciente a una comunidad, por hallarse inevitablemente enculturado. La identidad, por tanto, es también colectiva.

Pero no lo es sólo por procesos culturales. En el trato con los otros, entre los múltiples actos mentales que de dicha relación intersubjetiva puedan derivarse, se dan juicios o percepciones de elementos de la propia identidad de los que puedo no estar al corriente. La posibilidad de dejar una huella propia en los otros, que escape a mi conocimiento, extiende la noción de identidad y su condición colectiva quizá más allá de unos márgenes epistémicos deseables. Puedo pensar partes de mí, que solo ven luz en el juicio ajeno, pero que no por ello son menos propias.

Esta peculiar inaccesibilidad de la identidad no se limita a lo referente al hacer social. Tanto el pensar como el actuar individual se ven afectados por elementos inconscientes, que operan entre los conscientes, de manera furtiva. Objetos de origen incierto, quizá fruto de experiencias pasadas, que son de difícil reconocimiento, y cuyo eco resuena en actos y pensamientos, pasando desapercibido la mayor parte del tiempo.

Uno podrá pensarse, captar mediante introspección, quizá lo que ya ha hecho de sí, y por qué no, lo que pretenda hacer consigo. No obstante, la fluidez de la identidad obligará a reformular constantemente dicha imagen, modulándola según las manifestaciones más inmediatas y recientes. La introspección será siempre necesaria, pero nunca suficiente.

Identidad refiere a algo dinámico, que dista mucho de cualquier tipo de estabilidad objetiva. No es algo hallable, sino más bien captable, en su formarse mismo. En cierto sentido, la propia identidad solo puede ser intuida en la expresión resultante de su propio proceso de creación, en la vida que se confiere al ejecutarse.

No es posible un autoconocimiento certero y global. Por avatares de la propia condición humana, disponemos de un pensar que solo puede tomarse a sí mismo en su propio movimiento, vislumbrando partes de sí en su manifestación, retratándose a partir de ella.

No es aconsejable, pues, tomar la identidad como una sustancia que reposa en un sujeto, ni por algo etéreo u obtuso, escudriñable solo por contemplación interna. Lo que uno es, se expresa también en los actos que lleva a cabo, aquellos en los que se plasma.

Uno es lo que hace, y en ese hacer, se hace. La identidad, por tanto, es un hacer-se. Todo obrar humano es recursivo, ya que lleva implícito el propio hacerse del individuo que lo ejecuta, y que por ello, se ejecuta.

No obstante, quizá no debiera desecharse sin más la existencia de ciertos elementos indentitarios, tan profundamente arraigados que parece obligan a hablar de inclinaciones innatas, ajenas al entorno. Eso que podría llamarse carácter, o al menos una parte de éste, que no fuera fruto de las experiencias vividas.

Algo muy común en la cotidianidad de la identidad, es la imperiosa necesidad de sustantivizar la propia actividad, para enmarcarse en ella, gozando así de la identificación que de ésta se deriva. Es decir, situarse dentro de una determinada categoría, estatuto, oficio o forma de vida, para participar de los atributos que comúnmente se predican de ella. Yo soy tal o cual cosa.

Quizá en esa impulsiva categorización, en esa obsesiva enmarcación, se entrevea un reto planteable. Probablemente el establecimiento de una auténtica identidad pase por la superación de los apelativos que, precisamente por buscar en ellos una definición propia, revierten sobre el sujeto un efecto de reducción y limitación.

La conciencia de ser uno mismo estriba en algo más que identificarse en el ejercicio de una actividad bajo una nomenclatura determinada. A saber, que en este caso, descubrimiento y creación son dos momentos de un mismo proceso.

A diario acontece la manifestación de la propia identidad, en cada acto, por ser ese y no otro, por la infinidad de matices presentes en la acción, en los que se percibe la huella del sujeto, y no solo como ejecutante de los mismos. Uno puede conocerse y captarse en su propio actuar, por incluirse en éste la imprescindible manifestación identitaria.

Al margen de los impedimentos que cada individuo pueda encontrar a la hora de ejercitar su vocación, de ejercer aquello que le permite expresarse en mayor grado, se entreverá un volcamiento del sujeto en su acción, un plasmarse en ella, viéndose reflejado en aquello que hace, por hallarse bañada de sí mismo.

Podría parecer que, extrayendo las consecuencias de éste hilo argumental, uno se ve reducido a su actividad, quedando enclaustrado en los actos concretos y cotidianos que definen su rutina, sin poder llegar a ser nada más que el producto de la actividad en la que más tiempo emplee, su medio de vida, por ser la más presente y constante.

Pero no hay tal problema. Si bien el hombre se hace en su tarea, y el oficio del que depende el propio sustento puede llegar a definirlo en alto grado, conviene recordar que éste se crea a sí mismo en todos y cada uno de sus actos. La libertad de todo sujeto, por mínima que sea, permite a cada cual hacer de sí algo diferente de lo que le venga impuesto por la circunstancia. Un crearse en el acto que conviene sea consciente, para que sea posible ejercer una intervención activa en el transcurso de dicha autoconstrucción.

Por otro lado, no hay tarea más humana que la de preguntar por . La constante pregunta por la identidad supone un elemento profundamente constitutivo de la identidad de todo individuo. Por tanto, uno nunca se verá totalmente constreñido y definido por su entorno, en la medida en que el propio preguntar por uno mismo provocará en él efectos difícilmente suprimibles por cualquier dificultad.

Debe tratarse de un preguntar por sí, en acto, que lance una mirada dinámica y atenta, a la altura de las exigencias del objeto que aborda. Un hacerse y conocerse, activo, que propicie el tipo de expresión interna que resulta de, además del actuar, del dejarse reposar sobre uno mismo.

La identidad se manifiesta y crea simultáneamente. En el obrar de cada individuo emerge algo que no es reductible al obrar mismo. Se trata de expresión, del reflejo que cada sujeto percibirá de sí mismo en aquello a lo que se dedica.

La identidad enraíza a lo largo de nuestra historia, proyectos, allegados, comunidad, pensamiento, actos… Pero sobre todo se erige en el presente. Se conforma en un constante despliegue de sí misma, en el que se da vida, por su propio movimiento.


Pregunta por la identidad y creación de la misma se embuclan en un proceso que da lugar al sujeto que presencia su propia circunstancia, fundándose ante ella.

martes, 26 de julio de 2011

Social

En primer lugar, quisiera ilustrar escuetamente el predominio de lo social en nuestro existir para, en esta ocasión, tratar de extraer de éste una mínima responsabilidad moral con la alteridad. Un breve tránsito de la consciencia, a la concienciación.



No estamos socializados, somos sociales.

Añadiéndose a la lista de dependencias obvias que el hombre mantiene con la sociedad, tales como la cobertura de necesidades básicas físicas o mentales, hay un elemento, el social, que posee para el individuo una importancia mayor de la que podría pensarse a simple vista.

Nuestra sociabilidad no es únicamente consecuencia del profundo influjo que la cultura hace recaer sobre cada individuo, ni la simple respuesta a un imperativo genético o evolutivo. El carácter social del hombre es la vía por la que su máxima expresión y potencialidad toman forma y sentido.

Con el término social quiero referir aquí únicamente al carácter intersubjetivo del existir humano, fácilmente confundible con la sociedad o la cultura. La diferencia es básica; La cultura y la sociedad son soportes volubles a través de los cuales otra pulsión más originaria y dinámica se manifiesta, lo social.

No podemos concebir nuestro mundo sin estructuras culturales o sociales, pero sí que podemos concebir esas mismas estructuras en formatos y versiones diferentes. Si esto es así, es porque lo social es un impulso ineludible, cuya expresión se da bajo la forma de sociedad, una manifestación necesaria, pero que no por ello viene determinada. La necesidad social, de los otros, es causa de toda cultura, por lo que es previa a ella.

No hay nada impreso en el hombre que garantice su felicidad, por no reducirse ésta a una mera cuestión bioquímica, siendo más bien un conglomerado de diversos factores enlazados armónicamente. Siendo así, su búsqueda no puede formularse evitando el escenario colectivo.

Cada pensamiento y acto individual refiere total o parcialmente a sus congéneres, ya sea directa o indirectamente, por estar mediado de alguna manera. Todo proyecto humano es social por darse en dicha red, y es a partir de ésta de donde extrae cierto sentido, un sentido que lo enmarca en el devenir social. Un acto individual podrá tener un sentido interno, que remita al individuo, pero siempre estará empapado del entramado social, aunque sea únicamente por ser llevado a cabo por un sujeto que se ha constituido como tal dentro de una comunidad.

Que todo acto esté en mayor o menor medida mediado socialmente, no hace que se limite a la sociedad, simplemente no puede evitar estar teñido de ella. Por principio, un proyecto humano se gesta en la sociedad, y es en ella donde se manifiesta.

Por ello me reitero en que la faceta social humana no se explica por una mera socialización, sino como el despliegue de la necesidad social. Es ésta trascendencia de la estructura social la que permite que sea capaz de elevar al hombre hasta su máximo potencial, así como degradarlo y corromperlo hasta niveles inimaginablemente deshumanizantes. Sus extremos delimitan el inmenso campo de acción.

Es síntoma de la condición errada de nuestra sociedad la incipiente tendencia al aislamiento, al cierre sobre uno mismo. La relación con los otros, al margen de sus beneficios y perjuicios, es simplemente irrevocable.

La existencia de cualquier individuo se vería duramente cercenada si se encontrara privada del trato con los otros. Aunque pudiera dar lugar a profundos procesos introspectivos, casi ascéticos, el balance vendría a ser negativo. El aislamiento solo es beneficioso si es deseado, y temporal.

Todo sujeto nace, crece y se otorga una identidad en sociedad. Es difícil separar lo grupal de lo individual en un sujeto que no hubiera podido configurarse como individuo sin un colectivo que le sirviera de referencia. Ya sea afirmándola, negándola o tratando de ignorarla, la sociedad siempre está presente en cada individuo.

Que la sociedad esté corrupta, y el balance de la historia de la humanidad no hable en su defensa, no anula la necesidad de la vida en comunidad.

De entre todas las posibilidades, de entre todos los rumbos posibles, nos ha tocado presenciar esta versión del presente, una realidad que, pudiendo haber sido diferente, se ha establecido bajo unas condiciones determinadas, aunque pueda ser pensada desde infinidad de perspectivas.

No nos hayamos ni en el mejor ni en el peor de los mundos posibles, tan solo presenciamos una posibilidad efectiva. Recordemos que toda estructura, toda organización y evento de la sociedad es contingente, que todo cuanto rodea y vertebra cualquier evento social carece de una rotunda necesidad, en la medida en que poco hay en su despliegue que no pudiera darse de otra manera. Lo único necesario en ellos es lo que propician, pero no tanto cómo lo propician. No es el espectáculo en sí, sino lo que en él se da, la interacción.

La humanidad construye su mundo asentándose en niveles estratificados de constructos, imágenes que alojan dispositivos como la moral, las ideologías, los prejuicios, los valores, y en definitiva, cosmovisiones, prismas que dotan cada acto de un sentido que la naturaleza no puede otorgar, por ser éste, como todos los demás conceptos, algo humano, ajeno a la naturaleza en sí. El hombre construye mundo, por verse desprovisto de él, y lo hace a través de actos individuales que se enmarcan en otros comunes, sucesivamente.

Se presenta sencillo que, de la profunda trascendencia que el entorno y su configuración social suponen, se derive una responsabilidad para con ese entorno y lo que en él habita. Por ello parece que mostrarse ajeno a las circunstancias del mundo solo puede ser tachado de erróneo e incoherente. Como causa quizá haya que apuntar a una sociedad enajenante, o incluso a ciudadanos humillantemente cómodos en su enajenación.

La influencia de todo acto individual se extiende y repercute a otros individuos y situaciones. Un alcance incalculable, por no estar dentro de los límites del conocimiento humano el seguir hasta su última consecuencia el abanico de cadenas causales que un simple evento puede llegar a provocar. La esfera de lo humano, siendo inabarcable, no es más que una de las diversas esferas que a través de sus múltiples conexiones componen el mundo.

Por ello, al menos a modo de esbozo, podemos hablar de una mínima responsabilidad ética ante los demás y el entorno. Es cierto que es problemático realizar una argumentación de esta suerte de principio ético, pero quizá ésta sea una marca distintiva de la crisis de valores que azota a la sociedad, justamente el exigir una demostración de algo que debiera resultar intuitivo y para nada discutible.

No se esgrime aquí el despliegue de un sistema ético, ni se alberga un intento de  imponer imperativos racionales a individuos que carezcan de la intención de mantener una posición o actitud racionales. No existe un argumento cuya potencia logre la conversión de todo sujeto que se preste a entenderlo. Los imperativos éticos son vacuos ante aquellos que no están dispuestos a mantener una actitud ética. Se trata de algo mostrable, pero quizá no demostrable.

Sin embargo sí que hay aquí una invitación, que sin pretender una petición de principio, intenta que el lector conciba las obligaciones éticas implicadas en cada uno de sus actos y omisiones, en su existencia misma, por reciprocidad.

Podemos imaginar una balanza ficticia capaz de pesar la intención latente en cada acto, al margen de su resultado, en la que a cada lado se repartieran lo que podrían considerarse a simple vista buenas y malas acciones. Quizá no sería racional exigir al individuo a juzgar que el balance de sus actos sea extremadamente bueno, llegando incluso a niveles altruistas. Sin embargo, resulta natural pensar que lo correcto sería que aunque fuera bajo niveles mínimos, la balanza se inclinara positivamente.

Un baremo que aunque intuitivo, parece no resultar exitoso ante la despreocupación y maldad presente en multitud de actos humanos.

Por la reticular conectividad de la esfera humana podemos decir que actuar contra ella no sería ya un morder la mano que te da de comer, sino más bien un morder la propia mano, por darse una relación de profunda identidad, aunque no total, entre el sujeto y la sociedad en la que se encuentra.

Es esa versatilidad del darse de lo social la que abre la inmensa amalgama de posibilidades de organización geopolítica. La sociedad precisa estructuras que permitan fluir el encuentro con la alteridad, la interacción y comunicación, y afortunadamente ésta no solo es posible bajo un único formato.

El presente reclama a los individuos que lo vivifican la consecución de ciertos fines, para aproximarse a la coherencia, a una concordancia entre los factores que lo estructuran, para el establecimiento de una especie de equilibrio. Paradójicamente, lo que el presente exige para su equilibrio, no suele coincidir con lo que la sociedad le proporciona.

Así es como se concatena la historia, a través de la contribución de individuos particulares en contextos concretos, cuyo efecto, como el de una piedra que cae en un lago sereno, va extendiéndose en círculos mayores, afectando y viéndose afectado por otros, según su relevancia. Una serie incuantificable de eventos concretos que movilizan la esfera humana.

Todo individuo, lo quiera o no, se halla inmerso en multitud de esferas sin las que no podría existir, estando comprometido con ellas. Una mentalidad extremadamente individualista, que pretenda hacer ajena la problemática de las esferas social, cultural, política, ecológica, ética… que como nódulos conectados lo circundan, se tornará protagonista de uno de los mayores errores y sinsentidos de la historia de la humanidad, el de aquel que contribuyó a la condena de todo cuanto conocía, precisamente por desconocer o descuidar sus necesidades.

Es deber de la esfera social el procurar que su discurrir resulte compatible con los elementos del complejo escenario en el que se inserta, lo que se traduce en una especie de conciencia planetaria, que logre quizá que los humanos sirvamos un poco de complemento, y no tanto de agresión corrosiva, del sistema que nos limita y posibilita.

Dar el paso a un nuevo nivel, en el que el hombre se conozca mejor a sí mismo, por saber qué hay de él en lo otro, y qué de lo otro en él.

sábado, 21 de mayo de 2011

Momentos de sentido

Lo cotidiano no tiene por qué suponer una negación constante de lo extraordinario.

En el día a día pueden darse contextos en los que sentimos cómo la situación nos envuelve e inunda, que provoca una impronta transformadora en nuestro interior. Quizá el visionado de una película, el mantener una conversación, observar una obra de arte, escuchar una canción, dar un paseo, o la simple relajación que deviene en comprensión. Son ejemplos de situaciones que propician que acontezcan en nosotros sensaciones reconfortantes, y no solo eso, sino también ideas y proyecciones, planes y decisiones, que nos empujan, que exigen movimientos.

En definitiva, hay situaciones que nos motivan a mantener una actitud enriquecedora y activa, que nos lanzan a ella.

Hablo aquí de momentos significativos o de sentido, quizá incluso estéticos, que producen experiencias que podrían denominarse de igual manera, en la medida en que parece que es su belleza y fulgor lo que nos ilumina, como si de una reminiscencia se tratara, que viene a dotar de sentido lo que parecía haber dejado de tenerlo. Tomo del término “estético” solo lo esbozado hasta aquí, sin pretender tomar de él toda su envergadura e implicaciones filosóficas, de las que no pretendo dar cuenta.

Se trata de experiencias provocadas por algo ajeno, pero que no por ello nos son ajenas. Que una película me lleve a cierto estado, no implica que sea capaz de hacer lo propio con otro individuo, ya que ésta no porta una sensación que descargue en todo espectador que la contemple. Más bien podemos decir que hay en ella ciertos elementos que despiertan en mí la sensación, y hacen que dicha experiencia me acontezca, por lo que más que ajenas, me son propias. Siguiendo con el ejemplo, la película funcionaría como el dispositivo que activa una emoción. La experiencia no iría de la película hacia mí, sino que, siendo fruto de mi relación con ella, tendría su hábitat en mí.

Su valor no radica en si portan o no una verdad, sino más bien en que producen una apertura que deja que brote nuestro pensamiento recluido, una brecha que le permite matizar el entorno. Despiertan un sentimiento, que pudiendo dar lugar a conocimiento, no tienen porqué llevarlo impreso. Aquello que expresan es la necesidad de alimentar cierta pulsión que refiere directamente a nosotros mismos. Insinúan un boceto a desarrollar.

Que broten de un contexto cotidiano es señal de que, quizá no provocarse, pero sí que pueden ser promovidas. De hecho pueden y deben serlo, ya que su abofeteo es perfectamente capaz de librarnos de cargas provocadas por una mirada errónea. Pero no lo hacen falsamente como lo haría un paliativo, sino que logran despertarnos con su sacudida, un impacto que el pensamiento no puede ignorar, una llamada de atención que él mismo se hace a través de aquello en lo que se refleja (recordemos, la experiencia significativa o de sentido).

Arremeten con un aire fresco que remueve las ideas que el hastío del día a día ha ido asentando, deshilando las cargas que un pesimismo cabizbajo ha tejido a nuestras espaldas.

La vida de estas experiencias suele ser corta, pero su extensión no coincide con su intensión. Que se desdibujen conforme pasan las horas no hace que su intensidad, la punzada que propinan, posea un efecto fugaz. El ascenso que suponen para el ánimo no puede perpetuarse, pero quizá  si su mensaje, la posibilidad de algo que nos ha hecho brillar, de aquello que se ha convertido en una meta. Ahí radica su profundidad.

El trastorno que suponen puede ir desde el esbozo de una simple sonrisa, hasta la más potente de las sensaciones de libertad. Al margen de su magnitud, siempre es revitalizante. Libra al pensar de ocupaciones inertes, y lo apunta hacia algo que de veras le parece valioso. A este posicionarse del pensamiento debe seguirle un proyecto que sirva de enlace entre lo que uno es hoy, y la realización de lo visualizado en la experiencia. Una actitud, que nos ponga en marcha, que nos adueñe de nosotros mismos de una manera activa y sana.

Tanto el mensaje como la actitud que provocan también pueden debilitarse por el ataque del hastío, por ello es una obligación seguirles la pista cuando su rastro se desdibuje, tomar como camino el halo que dejan.

Pero si finalmente desaparece, y el tiempo acaba por borrar la silueta de la experiencia que nos empujaba, al menos sabemos que en su momento fue activa, y por ende estamos comprometidos con ella para favorecer su reaparición, facilitando situaciones meditativas y placenteras, que abonen el terreno para el aparecer de algo que no solemos obtener en el día a día, nuestro reflejo.

No se trata de un autoengaño, ni de un drogarse con experiencias positivas que nos resguarden de la vida en un bienestar artificial, ya que siempre captamos el mundo desde un enfoque, una perspectiva, y si la colocación en una actitud positiva derivará en una captación o construcción positiva del entorno, es evidente que elegir una apacible cuando sea posible, que limpie nuestra mirada y la libere de los prismas opacos que suelen colocársele delante, será siempre una elección sabia.

Me resulta evidente que tanto lo bueno como lo malo debe ser vivido, y que esto no reduce la vida a un mero batiburrillo de sensaciones. Parece que deberíamos poder tener un papel más o menos activo en nuestro posicionamiento ante el mundo, y en desde ese enfoque, hacernos a nosotros mismos imprimiéndonos en una actitud a través de la cual habitamos.

Cuando leemos una frase que nos llena, nos conmovemos con una película, o protagonizamos cualquier evento de índole similar, sentimos que nos infunde algo, nos inspira. Introduce en nosotros el combustible necesario y las ganas de hacer, nos interpela. Supone un recordatorio que nos libera momentáneamente de la apatía o el dolor, que nos recuerda precisamente la necesidad de seguir con nuestra actividad.

En la medida en que esas sensaciones acontecen y nos colocan en cierto estado, en la medida en que no son más que la expresión del ímpetu de llevarnos a cabo, entregarnos a ellas es entregarnos a nosotros mismos, devolvernos a nuestro sitio.

Abrirnos a estas experiencias de sentido, buscarlas y dejarlas ser, acontecer, supone una vía para el darse de nuestro propio acontecer. Los momentos de sentido son un regalo que tenemos la oportunidad de brindarnos en nuestra relación con la realidad. Es por ello que debemos educar mirada y pensamiento, nuestra actitud, para que sea capaz de reconocer y construir estas situaciones de especial brillo. Toda una fuente de vida a nuestro alcance, que debemos experimentar, ya que traerlas a presencia, conlleva traer a presencia nuestro yo más auténtico.

martes, 19 de abril de 2011

Actitud y realidad



Pretendo ofrecer una breve reflexión, meramente introductoria, que refleje la primacía de nuestra actitud en la configuración de la realidad, que esboce cómo con cada acto, con cada pensamiento, nos posicionamos en el mundo de una manera determinada, que determina.


La realidad nos desborda. Una atroz cantidad de estímulos bombardea el contorno de nuestra mente, y solo un mínimo porcentaje de ellos la atraviesan. Somos cognitivamente incapaces de barajar el ingente número de datos que podríamos llamar ilusamente realidad total, el inalcanzable cómputo global de todos los fenómenos que nos circundan,  por lo que estamos avocados a conformarnos con una realidad sesgada, con nuestra realidad, la única posible.

El antiguo ideal del sabio que, solo con su discernimiento es capaz de procesar la totalidad del mundo, cae por su propio peso. La realidad no se capta en sí, desde ella, sino que se interpreta desde uno mismo. Por ello podemos decir que tanto nuestra concepción del mundo como nuestra actividad en él se desarrollan siempre en una única perspectiva. La mirada del hombre se coloca en una posibilidad, y aborda sólo un perfil de la realidad.
Configuramos nuestro medio subjetivamente, sin suponer esto una renuncia a la objetividad.

No inventamos el mundo. No somos víctimas de una especie de contexto solipsista, en el que nuestro pensamiento esté condenado a dar vueltas sobre sí mismo sin llegar a nada fuera de sí. Simplemente construimos la realidad en nuestra mente con lo que recogemos del exterior, el material del que nos dotan nuestros sentidos, quedando éste asentado en nuestro fondo ideológico, articulado con prejuicios e ideas, matizado emocionalmente…

Es la mente la que, regida por unos patrones que no escapan necesariamente a nuestro control, selecciona qué detalles de la realidad alumbrar y cuales oscurecer, qué captar y qué obviar. La realidad física es objetiva, pero nuestra manera de abordarla es totalmente subjetiva. Nuestros conceptos, ideas, creencias y demás esquemas impregnan el mundo, y a través de ellos construimos aquello que llamamos realidad. Lo captado subjetivamente, se nos presenta como una faceta de lo objetivo, que podremos abordar desde diversos puntos, todos ellos subjetivos a su vez.

Constantemente nos situamos en el mundo. En este situarnos, nos colocamos en una determinada posición, la decidamos o no. Unas coordenadas desde las que nos brindamos un mundo, una única perspectiva de éste. Una apertura  que es capaz de tornarse más afectiva, de ampliar su receptividad frente al mundo que la nutre, enriqueciéndose.

No sería posible hablar de un aquí y ahora si pudiéramos colocarnos fácticamente en dos perspectivas simultáneamente. Por ello podemos sentar ya, que una condición de posibilidad de nuestro existir es el estar atado siempre a un contexto, que se construye existencialmente.

Cada actitud hace prevalecer ciertos matices, y a través de ellos tiño el mundo, percibiendo un modo de ser de éste, una posibilidad o perspectiva que se me muestra, que me asalta, en la que me imbuyo (sereno, percibo un mundo serenizante, que me serena). Una actitud es una pátina que aplicamos en lo que nos rodea y acontece, un manto que desplegamos sobre éste, que nos permite entenderlo de una determinada manera.

Soy yo quien me posiciono, quien se abre al mundo, digiere sus experiencias, elabora respuestas… Soy yo quien perfilo el mundo, mi mundo, en la medida en que está en mi mano decidir si en última instancia el entorno me frena, o me vitaliza. En cierto modo, diseño su impronta en mí. Al modelar la actitud que erijo ante él, juego un papel fundamental en el acaecer de mis circunstancias.

Al estar en el mundo, tenemos poder de decisión en nuestra relación con él, no estamos a total merced del devenir. No somos la marioneta de nuestras circunstancias, sino su protagonista, y en ciertas ocasiones, su arquitecto.