Quisiera ofrecer un acercamiento iniciático a
la noción de identidad, señalando algunos ámbitos o elementos con los que toma
contacto, a través de los cuales adquiere forma y sentido.
El acto de preguntarse por uno mismo es
intrínseco al hombre. El intento de escudriñarse, de mostrar aquello que
pretendemos llamar yo, es el fallido
acto de propiocepción que todo individuo protagoniza cuando, mirando quizá a un
espejo, implora ¿quién soy?
El buscar un quien, en vez de un qué,
revela que el interés de la pregunta no es suscitado tanto por qué clase de
objeto sea, como por qué es uno en tanto que individuo. Se cuestiona aquello
que hace individuo, que individúa y explicita cierta singularidad, respecto de
todos los demás. Constantemente nos otorgamos y hacemos uso de una identidad
individual de la que difícilmente podemos dar cuenta.
Con identidad
podría entenderse imagen, aquella que
cada cual tiene de sí mismo. Una silueta o esbozo que contiene lo que, por
único, distingue al sujeto. Pero ese esbozo no es algo que surja de manera
fortuita, o que esté dado en algún sentido. Buscar la propia esencia o alma, en
sentido literal, es una tarea de fracaso anunciado.
El profundo calado que para el hombre tiene
cuanto le acontece denota que, en gran medida, la identidad es autobiográfica. Desde el nacimiento,
transcurre una sucesión de eventos que conforman al individuo como tal, un
constante alterarse, adaptarse y aprender del entorno en el que éste se
desarrolla. Gran parte de la identidad viene dada por los efectos que las
vivencias particulares y la experiencia de éstas ejercen sobre ella, sean
conscientes o no.
No obstante, el contenido de la identidad no
apunta únicamente al pasado. La identidad participa de un carácter
constitutivamente humano, a saber, es proyectiva,
se esboza a sí misma en el futuro, para adaptar el curso de acción al presente.
No está configurada sólo por cuanto le aconteció y la compuso como lo que es,
sino que, la mera posibilidad del mañana, hace que oriente su presencia hacia
eventos venideros. Ese visualizarse en el futuro, afecta al presente, que toma
la forma de proyecto, para avocarse a algo diferente de lo que ya es. La
identidad no se configura solo en relación al qué fue, sino también, y en gran medida, al qué será. No obstante, no quisiera desviarme de la cuestión ahondando en la condición
proyectiva del hombre.
En los otros, en el trato con ellos, suceden
productos de identidad que no se darían de manera aislada.
En la praxis social, el individuo entra en
contacto con otras subjetividades, ante las que se posiciona y con las que se
relaciona. El hombre no puede evitar concebirse como perteneciente a una
comunidad, por hallarse inevitablemente enculturado. La identidad, por tanto,
es también colectiva.
Pero no lo es sólo por procesos culturales.
En el trato con los otros, entre los múltiples actos mentales que de dicha
relación intersubjetiva puedan derivarse, se dan juicios o percepciones de
elementos de la propia identidad de los que puedo no estar al corriente. La
posibilidad de dejar una huella propia en los otros, que escape a mi
conocimiento, extiende la noción de identidad y su condición colectiva quizá
más allá de unos márgenes epistémicos deseables. Puedo pensar partes de mí, que
solo ven luz en el juicio ajeno, pero que no por ello son menos propias.
Esta peculiar inaccesibilidad de la identidad
no se limita a lo referente al hacer social. Tanto el pensar como el actuar
individual se ven afectados por elementos inconscientes, que operan entre los
conscientes, de manera furtiva. Objetos de origen incierto, quizá fruto de
experiencias pasadas, que son de difícil reconocimiento, y cuyo eco resuena en
actos y pensamientos, pasando desapercibido la mayor parte del tiempo.
Uno podrá pensarse, captar mediante
introspección, quizá lo que ya ha hecho de sí, y por qué no, lo que pretenda
hacer consigo. No obstante, la fluidez de la identidad obligará a reformular
constantemente dicha imagen, modulándola según las manifestaciones más
inmediatas y recientes. La introspección será siempre necesaria, pero nunca
suficiente.
Identidad refiere a algo
dinámico, que dista mucho de cualquier tipo de estabilidad objetiva. No es algo
hallable, sino más bien captable, en su formarse mismo. En cierto sentido, la
propia identidad solo puede ser intuida en la expresión resultante de su propio
proceso de creación, en la vida que se confiere al ejecutarse.
No es posible un autoconocimiento certero y
global. Por avatares de la propia condición humana, disponemos de un pensar que
solo puede tomarse a sí mismo en su propio movimiento, vislumbrando partes de
sí en su manifestación, retratándose a partir de ella.
No es aconsejable, pues, tomar la identidad
como una sustancia que reposa en un sujeto, ni por algo etéreo u obtuso,
escudriñable solo por contemplación interna. Lo que uno es, se expresa también
en los actos que lleva a cabo, aquellos en los que se plasma.
Uno es lo que hace, y en ese hacer, se hace. La identidad, por tanto, es un hacer-se. Todo obrar humano es
recursivo, ya que lleva implícito el propio hacerse del individuo que lo
ejecuta, y que por ello, se ejecuta.
No obstante, quizá no debiera desecharse sin
más la existencia de ciertos elementos indentitarios, tan profundamente
arraigados que parece obligan a hablar de inclinaciones innatas, ajenas al
entorno. Eso que podría llamarse carácter,
o al menos una parte de éste, que no fuera fruto de las experiencias vividas.
Algo muy común en la cotidianidad de la
identidad, es la imperiosa necesidad de sustantivizar la propia actividad, para
enmarcarse en ella, gozando así de la identificación que de ésta se deriva. Es
decir, situarse dentro de una determinada categoría, estatuto, oficio o forma
de vida, para participar de los atributos que comúnmente se predican de ella. Yo soy tal o cual cosa.
Quizá en esa impulsiva categorización, en esa
obsesiva enmarcación, se entrevea un reto planteable. Probablemente el
establecimiento de una auténtica identidad pase por la superación de los
apelativos que, precisamente por buscar en ellos una definición propia,
revierten sobre el sujeto un efecto de reducción y limitación.
La conciencia de ser uno mismo estriba en algo más que
identificarse en el ejercicio de una actividad bajo una nomenclatura
determinada. A saber, que en este caso, descubrimiento y creación son dos
momentos de un mismo proceso.
A diario acontece la manifestación de la
propia identidad, en cada acto, por ser ese y no otro, por la infinidad de
matices presentes en la acción, en los que se percibe la huella del sujeto, y
no solo como ejecutante de los mismos. Uno puede conocerse y captarse en su
propio actuar, por incluirse en éste la imprescindible manifestación
identitaria.
Al margen de los impedimentos que cada
individuo pueda encontrar a la hora de ejercitar su vocación, de ejercer
aquello que le permite expresarse en mayor grado, se entreverá un volcamiento
del sujeto en su acción, un plasmarse en ella, viéndose reflejado en aquello
que hace, por hallarse bañada de sí mismo.
Podría parecer que, extrayendo las
consecuencias de éste hilo argumental, uno se ve reducido a su actividad,
quedando enclaustrado en los actos concretos y cotidianos que definen su
rutina, sin poder llegar a ser nada más que el producto de la actividad en la
que más tiempo emplee, su medio de vida, por ser la más presente y constante.
Pero no hay tal problema. Si bien el hombre
se hace en su tarea, y el oficio del que depende el propio sustento puede
llegar a definirlo en alto grado, conviene recordar que éste se crea a sí mismo
en todos y cada uno de sus actos. La libertad de todo sujeto, por mínima que
sea, permite a cada cual hacer de sí algo diferente de lo que le venga impuesto
por la circunstancia. Un crearse en el acto que conviene sea consciente, para
que sea posible ejercer una intervención activa en el transcurso de dicha
autoconstrucción.
Por otro lado, no hay tarea más humana que la
de preguntar por sí. La constante
pregunta por la identidad supone un elemento profundamente constitutivo de la
identidad de todo individuo. Por tanto, uno nunca se verá totalmente
constreñido y definido por su entorno, en la medida en que el propio preguntar
por uno mismo provocará en él efectos difícilmente suprimibles por cualquier
dificultad.
Debe tratarse de un preguntar por sí, en
acto, que lance una mirada dinámica y atenta, a la altura de las exigencias del
objeto que aborda. Un hacerse y conocerse, activo, que propicie el tipo de
expresión interna que resulta de, además del actuar, del dejarse reposar sobre
uno mismo.
La identidad se manifiesta y crea simultáneamente.
En el obrar de cada individuo emerge algo que no es reductible al obrar mismo.
Se trata de expresión, del reflejo que cada sujeto percibirá de sí mismo en
aquello a lo que se dedica.
La identidad enraíza a lo largo de nuestra
historia, proyectos, allegados, comunidad, pensamiento, actos… Pero sobre todo
se erige en el presente. Se conforma en un constante despliegue de sí misma, en
el que se da vida, por su propio movimiento.
Pregunta por la identidad y creación de la misma se
embuclan en un proceso que da lugar al sujeto que presencia su propia
circunstancia, fundándose ante ella.